¿Leíste el título? Bien, entonces ya estás al tanto de lo que pasa.
¿Mi teléfono? 15% de batería. Nos conviene darnos prisa. Me estoy escondiendo detrás de un árbol con Mark Burnham mientras escribo esto, aunque recientemente se le conoce mejor como “Stacey”.
Dentro de poco, un hombre de 42 años, casado con una mujer que no le importa en lo absoluto, va a estacionarse por el camino de tierra. El hombre ha tenido la oportunidad de conocer a Stacey estos últimos días en un parque cercano. Ambos parecieron gustarse, pero el hombre se sentía muy tímido acerca de conocer a los padres de Stacey. Fue por eso que quiso que jugaran aquí afuera en el bosque en donde no habría nadie más.
Ahí está, una camioneta blanca (¿me estás jodiendo?) en la hora indicada. Es imposible que tu bus esté a tiempo, pero programas una cita con un depredador y puedes cronometrarle la llegada.
Esta es la tercera víctima de Mark, así que estoy empezando a hacerme una buena imagen mental de cómo funciona todo.
Mark Burnham es un hombre de 26 años (¿creo que prefieren que los llamemos “personitas”?). Sufre de un desorden hormonal, el cual causa enanismo proporcional, dejándolo con un 1.20 metros de estatura, pero asombrosamente normal en todo otro sentido. Resulta que una rasurada al ras y un suéter holgado son suficientes para que pueda hacerse pasar por una niñita de 8 años —aunque regordeta— llamada Stacey.
Estoy observando al hombre salir de la camioneta. Está mirando de arriba a abajo por el camino como si tuviera miedo de que alguien lo estuviera espiando. El bastardo no tiene idea de lo que está sucediendo.
En fin, conocí a Mark hace un par de semanas en nuestra terapia de grupo. No voy a entrar en detalles, pero es suficiente con que sepan que ambos sobrevivimos a una experiencia traumática cuando éramos niños. Empezamos a conversar (no puedes evadir la charla incómoda después de que alguien acaba de confesar que fue convertido en una marioneta de mano), y Mark trató de relajar el ambiente contando un chiste sobre ser el único que nunca se vuelve demasiado viejo para los pedófilos.
No fue un buen chiste, pero nuestras intenciones sí lo eran.
El hombre está llamando a Stacey. Mark se alisa su peluca e intercambiamos una sonrisa maniática. Es difícil no reírse cuando Mark delata su presencia con esa voz aguda e infantil.
El hombre ya ha ubicado a Mark. Está viniendo en mi dirección. Mark corretea colina arriba, atrayendo su atención. Lo tenemos que conducir un poco más adentro del bosque para que ningún excursionista aleatorio interrumpa la ejecución.
El hombre ya me ha pasado. Lo voy a seguir en un minuto. Tengo mi pistola de mano conmigo, como repuesto, por si acaso. No soy muy bueno con ella, pero afortunadamente no tuve que usarla las primeras dos ocasiones. Mark es un brujo con su navaja de mariposa y puede hacer gritar a un hombre como no tienes idea.
Respira profundo. Respira profundo. Y ve.
…
Seguí al hombre por alrededor de cinco minutos antes de que Mark se detuviera. Sus pequeñas piernas estaban pateando el madero sobre el cual se sentaba: una máscara de inocencia pura y júbilo. El hombre se sentó cerca. Estaban hablando suavemente; no pude escuchar con claridad qué era lo que estaban diciendo, pero no pasó mucho antes de que el hombre se inclinara para besar a Mark.
Se sacó la peluca. Le metió el cuchillo. No sé cuál sucedió primero, pero estoy seguro de que ambos contribuyeron a la sorpresa estupefacta en el rostro del hombre. Salté desde atrás del árbol y nivelé mi arma. Mierda, dejé el seguro puesto, pero no importaba. Mark ya había desgarrado el rostro y manos del hombre una docena de veces. Esta vez el sujeto estuvo demasiado sorprendido como para siquiera gritar; solo se quedó observando.
Observando cómo Mark lo apuñeaba entre los ojos.
Observando cómo la navaja se hundía en su estómago.
Observando cómo su garganta era desgarraba.
Observando, y luego sonriendo. Mark ya estaba colocando algo de distancia entre ambos. Solo estaba ahí parado, temblando por la euforia, inseguro de qué hacer después. El hombre se puso de pie y comenzó a sacudirse el polvo como si estuviera medianamente irritado por haber descubierto cabello de perro en su chaqueta. La sangre ya había dejado de fluir. Los cortes estaban sanando, los jirones de carne se estaban adhiriendo entre sí, convirtiéndose en costras que fueron absorbidas por la piel antes de desaparecer completamente.
—Eres una mentirosa, Stacey —dijo el hombre; su voz era terriblemente mansa.
—¡Dispárale! —gritó Mark.
No me moví.
—Dijiste que tenías ocho años —El hombre no me miró, solo dio otro paso hacia Mark—. No pueden ser mayores de ocho años.
—¡Por la puta madre, ¿qué estás esperando?!
Apreté el gatillo, retrocediendo cuando el sonido partió el aire por la mitad. Hubo un golpe sonoro luego de que la bala se incrustara en un árbol. El hombre todavía ni siquiera se volteó en mi dirección.
Impulsó su mano y agarró a Mark del cuello. Disparé de nuevo, pero ni siquiera estuve cerca porque tenía miedo de pegarle a Mark. El hombre izó a Mark en el aire, moviéndolo violentamente en mi dirección como un escudo. Los bracitos de Mark estaban forcejeando inútilmente contra el agarre implacable; sus piernas revoloteando transformaron el aire adyacente en una agitación de energía desesperada.
—¡Dispárale! ¡Dispárame! ¡No me importa, solo haz algo!
Sí hice algo: observé. E incluso eso fue más de lo que pude soportar. El pecho del hombre explotó hacia afuera, ensanchando sus costillas como si fueran muchos dientes blancos gigantes. Su cabeza estaba tan torcida hacia atrás que su espina dorsal se abultaba contra su cuello. Su cuerpo entero se estaba arqueando para darle espacio a las mandíbulas imposibles. Mark alcanzó a conectar un par de golpes más, pero la abominación engulló el cuerpo entero del enano con su enorme cavidad pectoral.
Sus costillas se cerraron de golpe más rápido que el ataque de una serpiente. La abertura horrenda, que señalaba en donde la piel se había separado, ya se estaba disipando. Dentro de poco, no hubo nada aparte de su camisa rota para marcar el lugar desde donde se había burlado de su propia humanidad.
—Tráeme a una niña de ocho años real el día de mañana —me dijo.
Me di la vuelta y corrí. Tan rápido y con tanta fuerza que cada hueso de mi cuerpo se sentía como si estuviese a punto de partirse por el impacto de mi galope.
—O no —pronunció a mis espaldas—. ¿Qué es lo peor que te podría pasar?
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